Los pagos del Quiñihual

Los pagos del “Quiñihual”
han quedado en mi recuerdo,
como apretado pehual,
sujetando sentimientos.

No sé si los años mozos,
por la misma mocedad,
son los que más atesoro,
de la mente en su desván.

Y así, mirando el pasado,
pleno de felicidad,
descubriré paso a paso
lo que merezca historiar.

En los campos de Carrera
pasé mucho de mi vida.
Llegaba hacia la cosecha,
y... a veces, cuando la esquila...

O... en invierno, pa' la arada,
cuando se araba con rejas
tiradas por caballadas
de fuerza grande y pareja.

Supe bañar las ovejas
para su sarna curar.
Me entreveré en las yerras,
en donde aprendí a marcar.

No me atreví en las capadas,
ni nunca aprendí a pialar,
no practiqué la domada,
como tampoco carnear.

Correteando en las lomadas,
en busca de vizcacheras,
o en el arroyo de pesca,
pasé jornadas enteras.

Recorrí las arboledas
de pinos, mimbres y sauces,
coseché las ramas prietas
de fruta de los frutales.


Gustaba andar a caballo
y recorrer los trigales
y transitar todo el campo
como amo de esos lares.

Y, atravesando el arroyo,
o vadeando la laguna,
sentirme centauro ansioso
de intervenir en mil luchas.

En mañanas de neblina,
cuando despuntaba el sol,
teníamos una cita
con las nubes de algodón.

Y... de a pie o de a caballo,
corriendo o al galope
pasábamos largo rato,
recorriendo campo y monte.

Y... éramos pasajeros
de ficciones y aventuras,
viviendo alegres un sueño
mientras seguía la bruma.

En noches de luna llena
íbamos a peludiar
y a recorrer vizcacheras
a la luz de un Petromax.

A la hora en que los trenes
en la estación recalaban
nos íbamos con el breke
para retirar las cartas.

Allí el jefe de estación
distribuía el correo
gritando con voz en cuello
los nombres en “itañol”.

María viuda de “Carera”,
Valentina de Villar,
iba así nombrando cartas
con su gracejo especial.


También llegaban los diarios,
o la bolsa de galleta,
o contestando un aviso
llegaba nueva sirvienta.

Aprovechando el viaje,
y para matar los vicios,
llegábamos al almacén
en busca de cigarrillos.

Y... en el boliche de Chiapara,
que nos vendía a pagar,
pedíamos nuestra marca.
¡Qué lindo que era pitar!

Comprábamos mortadela
y algún pedazo de queso,
que con galleta fresquita
comíamos al regreso.

Y los tordillos trotando,
rumbo hacia la querencia,
iban ruta transitando
sin necesidad de riendas.

Porque sabían que al cabo
de la llegada a las casas
se los enviaba al campo
o a pastar y a las aguadas.

El abuelo, Don Cipriano,
el patriarca de la casa,
en espera de los diarios
hacía sobremesas largas.

Una vez recibidos,
se echaba a dormir la siesta,
siguiendo antes el rito
de leer Nación y Prensa.

De abuelo para escribir,
hace falta un lápiz largo.
Hay muy mucho que decir
de este ilustre barbado.


Decires que pintarán
con un pincel de recuerdos
al hombre que fue capaz
de ser cristal de sucesos.

Nació el abuelo en España,
en la vasca Arizaleta,
un paraje de montañas
vecino a tierra francesa.

Se vino a nuestra Argentina
cuando era joven la patria
y cuando aún existían
indios poblando las pampas.

Y se afincó en este suelo.
Casóse y nacieron hijos,
los que lo honraron luego
y le dieron su cariño.

Él laboró en esta tierra,
y se labró un porvenir,
su voluntad tesonera
fue el aval de su vivir.

Además su honestidad
y el sostén de su palabra,
fue el signo proverbial
que hizo se lo respetara.

Fue comerciante en abastos,
en los ramos generales,
y en productos consignados
por productores rurales.

Explotaba el negocio
en una grande casona,
aún presente testimonio.
Sus paredes son historia.

Una historia familiar
que me toca muy de cerca,
porque allí vivía mi vieja
cuando empezó a noviar...


...con Matías, el gallego,
el Jefe de Quiñihual,
un ferroviario completo,
quien fue luego mi papá.

Don Cipriano había enviudado,
el negocio no marchaba,
y por temor al fracaso
lo vendió en forma inmediata.

Juan y Rondina quedaron,
para liquidar la venta,
y firmar luego el contrato
que el patrimonio enajena.

Juntamente con Benito
fue al Paraguay el Abuelo,
siendo muy bien acogidos
por las gentes de aquel pueblo.

Allí se puso de novio
y se casó al poco tiempo,
y de esas nupcias, tres hijos
le nacieron al abuelo.

Nuevamente quedó viudo
y le plugo regresar,
vendió todo lo que pudo
y se volvió a Quiñihual.

Recaló en lo de Carrera,
donde Arturo y Magdalena
le abrieron la casa entera,
a él y a la prole nueva.

Pero luego una madraza,
que era Victoria, mi madre,
llevó a la nena a casa,
por voluntad de mi padre.

Mario y el Negro, crecieron
en casa de los Carrera,
como hijos verdaderos
de la tía Magdalena.


El Abuelo aglutinaba
a la familia entera.
Su cumpleaños convocaba
a una fiesta verdadera.

Y al Quiñihual llegaban,
de Suárez, Pringles, Bahía,
de Caruhé y Punta Alta,
el total de la familia.

Y los amigos del pago,
y amigos de los amigos,
invitados y colados,
llegaban como al descuido.

Se hacía grande el festejo
que agasajaba al abuelo.
Era grandioso aquello...
Sí, había hasta asado con cuero.

Y achuras y empanadas
y asado de cordero,
variadas ensaladas,
y pa escanciar, vinos buenos.

Pasteles que eran delicia
rebosaban de bandejas,
y el clericot, chicha y sidra
daban dulzor a la fiesta.

El centro de este jolgorio
era Cipriano, El Abuelo,
que sentado en medio del patio
disimulaba pucheros.

A la tarde había bailanta.
Levantaban polvareda,
bailando tango y ranchera,
acompañados de vigüelas.

Para el gusto del escolazo
había carrreras cuadreras,
y jugando al fisco y dados
gastaban la tarde entera.


A la noche continuaba
el bailongo en el galpón,
hasta bien de madrugada
con victrola y acordeón.

Se repartía el asado
y lo que sobró de las doce,
con vino acompañado,
con licor y clericoces.

Y terminado el festejo
venía la hora de emigrar,
de despedir al abuelo
y volver a la ciudad.

Se iban Nicolás,
Benito, Victoria y Anselma,
Clara, Eusebio y Juan,
con sus familias enteras.

Se alejaban los hijos,
los invitados, los nietos,
los colados, los amigos,
y todo quedaba quieto.
SE ESCUCHABA HASTA EL SILENCIO.

La vida ya continuaba
en la estancia de Carrera.
Lo anterior fue sólo escala
en las tareas camperas.

Del Abuelo sigo hablando,
porque hay mucho que contar
de ese ejemplar anciano,
que hoy mora en el más allá.

No olvidaré mencionar
que era muy sabio el Abuelo,
que se supo cultivar
leyendo diversos textos.

En los textos de la vida
que atesoró la experiencia,
y en los libros escritos
por los que enseñan la ciencia.

Era hombre de consulta,
de muy sensatas respuestas.
Se admiraba su cultura
y educación tan completas.

Era un hombre de “agallas”,
sin miedos acoquinantes,
con oro y plata en su alma,
cultor de amor y verdades.


A las seis de la mañana
(todos los días de Dios)
Don Cipriano Marcalain
dejaba pronto la cama
y se iba a desayunar.

Se hacía una comidita
para chuparse los dedos.
No quedaban ni las migas.
Aún su regusto recuerdo.

Después que había comido
(siempre nos dejaba el resto)
volvía el abuelo a la pieza
y daba le primer aviso,
para ser tenido en cuenta.

¡A levantarse, macacos!
Vengan a regar la quinta,
dénle maíz a los chanchos,
y me atienden las gallinas.

Limpien bien el gallinero,
y junten todos los huevos.
Estaqueenmé los cueros,
y miren si hay pollos muertos.

Se iba luego a la huerta
y se ponía a puntear,
preparando así la tierra
para poder sembrar.

Las cosechas de la huerta
fueron siempre muy opimas.
Cultivaba en rica tierra
con mucho amor las semillas.


Mucho viajaba el Abuelo,
a Suárez, Punta o Bahía,
para visitar los nietos
y a toda la familia.

Cuando el Abuelo enfermó,
lo hizo ya para morir.
Se fue el Abuelo con Dios,
pero se encuentra aquí.
Sí, está aquí, con nosotros,
que lo recordamos vivo,
como un hombre como pocos,
como Abuelo y como amigo.

Descanse en paz Don Cipriano
en ése, su eterno sueño,
que es un premio que ha ganado.
¡Era un gran hombre, El Abuelo!

Ya me ocupé del abuelo
en muy prieta relación,
aunque han quedado hechos
a contar de gran valor.

Y... que no fueron narrados,
pues se agostaron las fuentes,
así que mucho pasado
será misterio por siempre.