Trencarreta

Penacho de humo parduzco,
crujir de vagones viejos,
tren de ramales perdidos
desvencijado y maltrecho,
por mi ventanilla abierta
entra a retazos el cielo.
Un pentagrama de pájaros
forma la red del telégrafo,
más allá los sembradíos
y los ganados paciendo,
el árbol, las alambradas,
molinos y abrevaderos,
las casas de las estancias
con sus colorados techos;
por ahí un gaucho a caballo
y a sus garrones un perro,
alfalfares de invernadas,
parvas de trigo harinero,                           
y algún festín de caranchos
sobre una vaca pudriéndose.
Todo lo observo al pasar
con sus matices más ciertos,
sin prisa, como este tren,
que me lleva lejos, lejos...
                      
Llanura, siempre llanura,
confín lejano sin término,
caseríos del camino,
estaciones del trayecto,
señales sin vía libre,
demoras hasta el bostezo.

En los andenes presencia
heterogénea de pueblo,
la autoridad con charrasca,
paisanos de rostros recios,
portafolios de un viajante,
boina de un vasco tambero.
Y unas muchachas que pasan                   
juntas del brazo riendo...

Y así hasta que la campana
pone el tren en movimiento,
quedan detrás los adioses,
las alas de algún pañuelo,
que en todas las estaciones
hay siempre flotando un dejo
de tristeza, que se expande
con cada tren en partiendo.
No me duelen, sin embargo,
las horas que andando llevo,
me hundo en mi fondo abismal
y allí entre sueños me quedo,
recordando mis andanzas
entre oficinas y rieles.

Aquellos felices tiempos,
que conocí a la Victoria
en campos quiñihualenses.
Ella tan guapa y tan buena
que era una flor entre breñas.
Nos vimos y nos quisimos
y enlazamos nuestras vidas
con bendiciones del cielo.

Don Cipriano y doña Magda,
padre y hermana de ella
nos dieron una gran fiesta,
y allí pitaban los trenes,
porque se casaba el Jefe.
Maquinistas y foguistas,
auxiliares y cambistas,
nos hurraban de contentos,
y el paisano don Arturo
nos dió un abrazo fraterno.

Yo era Jefe de estación
y ahora de familia era;
cargué responsabilidades
-para mí fueron placeres-.
Y nos vinieron dos hijos,
y por adopción otra nena,
que alegraron nuestras vidas
sin dejar nacer las penas.
Los hijos se hicieron grandes;
los hijos nos dieron nietos,
aumentando nuestras dichas,
pero ...vinieron las penas,
porque a la pobre Victoria
la llevaron a los cielos.
Ella que alegró mis días
se fue para no volverse.

He venido para España
porque a España mucho quiero,
y quise pisar el suelo
donde mis padres murieron,
donde corrí de pequeño
y empecé a amar a los trenes;
los bufantes trenes brujos
que hacen rechinar los rieles,
y se paran y deslizan
como majestuosas sierpes,
que van tragando horizontes
por campiñas, valles, puentes
y lugares montañosos
donde se abren como cuevas,
los túneles horadantes
de las imponentes sierras.
Bocas que a trenes humeantes
reciben como a sus presas;
ya sean veloces “rápidos”
o los más lentos “cargueros”
que allá en su seno se pierden.

Cuando vuelva a Buenos Aires,
tomaré mi tren carreta,
y recorreré las pampas
con paisajes diferentes.
Hallaré todo cambiado,
según tengo referencias,
que el progreso –no en vano–
cambió la quietud del tiempo.
Hallaré a mis hijos guapos,
trabajando en sus quehaceres
y a mis nietas queridísimas,
crecidas y pizpiretas.

Pero en el fondo de mi alma,
hallaré a mi tren carreta,
tal cual yo lo dejara
en otros lejanos tiempos,
comiéndose las distancias,
despacio y con traqueteos,
con sus mechones humeantes
y sus pitadas de fierro.
Y al descender en mis pagos,
allá en la Argentina tierra,
y comparar a sus trenes
con los hispanos expresos,
pensaré que son mejores,
más humildes y modestos,
más sencillos y sufridos,
aquellos trenes carretas,
que yo guardo en mis recuerdos
como preciado trofeo.

Ellos cruzaron los campos,
cuando éstos eran desiertos,
sembrando civilización
a los costados é los rieles,
y yo los llevo en el alma,
bien grabado en mis recuerdos,
junto a la imagen querida
de mi noble compañera,
ferroviaria ella también,
por puro amor a los fierros,
y a su esposo y a sus hijos
que en “Estaciones” crecieron.

Arreglo de Benito Marcalain sobre versos de R. Cárdenas Behety, ubicándolos en boca de don Matías Gómez

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